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River ganó y nada más

River se trajo dos cosas de Santiago del Estero: una clasificación en los papeles predecible por la distancia deportiva con Ciudad de Bolívar, pero también una definición de sí mismo. Una conclusión más valiosa que el cheque imposible de endosar que le entregaron para la foto ceremonial después del 2-0.

Sería imprudente, por lo pronto, analizar del mismo modo a un River que viene en acción y se armó para competir en un Mundial de Clubes que a un rival que sólo disputó un partido en 2025 y tiene una plantilla 400 veces más económica. Ahora bien: aun con esas diferencias elocuentes entre su equipo y el que le luchó dignamente, Gallardo pudo rescatar ítems de reflexión obligatoria. Para potenciar. Y para corregir. Y reaccionar.

Porque River podría, por ejemplo, ganar muchísima paz si consiguiera trasladar todo lo que potencialmente puede generar a la definición frente al arco rival, ya sea el de Ramiro Biscardi -anoche endeble en los dos primeros goles, luego se redimió con el penal atajado- o el de Yann Sommer en el Mundial de Clubes. En Santiago, con una conexión poco repetida en el año (Nacho Fernández-Mastantuono) hubo circulación, flexibilidad, astucia para ocupar los (innumerables) espacios que dejó Bolívar. Y, por consiguiente, llegadas.

No obstante, costó precisamente lo que River viene sufriendo a lo largo del año: la definición. Esa puntada final que anda remolona, esquiva. Tanto que el gol a los tres minutos de González Pirez -que quebró la marca negativa de los primeros tiempos sin celebraciones- fue hasta una alegoría de lo que al equipo del Muñeco le cuesta marcar: al defensor le costó embocar un tiro luego de un rebote favorable de Biscardi. Y el grito de Mastantuono, fabricado por la joya de 17 añitos -¿o lo anotaron un lustro más tarde?- que deslumbró aprovechando las marcas endebles de sus adversarios, tuvo también que ver con la mala reacción del arquero de Bolívar.

Ahora bien: esas ventajas no abundan en un calendario que para River será mucho -muchísimo- más exigente. Incluye una Copa Libertadores que arranca en un par de semanas y un Mundial que está a tres meses y monedas de distancia. Y es ahí donde es necesario ver (aunque resulte incómodo) la parte vacía del vaso. Porque es tan cierto que lo de Miguel Ángel Borja es una mezcla de falta de confianza y de errores técnicos que se retroalimenta como que Gonzalo Tapia, refuerzo estival, desperdició una nueva oportunidad de justificar su llegada con toques finales que en realidad fueron más pifias de compilado de blooper.

Abordar el déficit del colombiano apremia, por lo pronto: sin Facundo Colidio y con el deficitario rendimiento del chileno, el #9 necesita activar su modo 2024. Para recuperarse. Para creerse Borja no sólo para patear mejor los penales -en otro momento habría chumbado, esta vez intentó asegurar abriendo el pie- sino para quitarse la ansiedad de encima. Esa que lo llevó, por ejemplo, a elevar demasiado un centro y privar a un revulsivo e interesante Subiabre de convertir -o al menos shotear- desde una posición más cómoda.

Un pack de rasgos que deben ser maquillados y que no deben eclipsar lo positivo. Que fluyó el juego. Que la conectividad estuvo. Que los relevos funcionaron. Que el foco desde el primer segundo no se perdió, o que no se subestimó la instancia como en los dos últimos años. Parte de la esencia necesaria. Pero lo otro pesa más. Por eso ganó y Masta.

Fuente: OLÉ

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